martes, 25 de septiembre de 2007

Más sobre la manipulación del lenguaje

La pudrición del lenguaje
Saúl López Noriega
Revisto Vértigo
Octubre 2006

Octavio Paz veía el fundamento de nuestras sociedades en el pacto verbal. El hilo que nos cohesiona, aseguraba el poeta mexicano, se encuentra en el conjunto de gestos y exclamaciones que nos permiten conectar realidad e imaginación. De ahí que preocuparse por su corrupción no entrañe frivolidad alguna. No se trata de una pueril labor cosmética, ni de un aburrido pasatiempo de académicos. Por el contrario: el lenguaje en estado putrefacto resbala en la ofuscación del pensamiento; en la torcedura y manipulación de las ideas. Y es ahí donde se dibuja con mayor nitidez su importancia.

En México el lenguaje político ha sido ante todo una defensa de lo indefendible. Los ritos y demagogia priístas como una eufemística fachada de un régimen con fuertes rasgos autoritarios y corruptos; los empalagosos balbuceos foxistas como el vulgar maquillaje de una profunda ineptitud e irresponsabilidad política. Pero, más grave aún, es esta diferente forma de descomposición del lenguaje político que se percibe desde hace algunos meses: ya no como un instrumento que oculta la realidad, sino que nulifica el pensamiento. Una relación donde los actores políticos se han rendido a las palabras, y son éstas las que eligen el significado de su entorno. Un lenguaje capaz de crear y pensar por los hablantes.

No exagero. El diagnóstico del presente que exige el país con apremio ha sido nublado por un lenguaje retórico, rijoso, atiborrado de tópicos que embrutecen la inteligencia: pacíficos y violentos; prehistoria y futuro; ricos y pobres; instituciones y pueblo; espurios y legítimos. Este es ahora el vocabulario de la vida social de nuestro país. La complejidad, diversidad y matices de la realidad encapsulada en muletillas prejuiciosas. Y cuya podredumbre ha brincado el cerco de la clase política. Cierto: en la tribuna, la plaza pública, pero también en las sobremesas de café borbotea un vocabulario marcado por el maniqueísmo y el reduccionismo. El lenguaje no como herramienta para formular opiniones y razonamientos, sino como proveedor de prejuicios.

Guardadas las proporciones, este proceso de perversión del lenguaje en su ejemplo extremo fue registrado brillantemente durante la Alemania nazi por el filólogo judío, Víctor Klemperer (La lengua del Tercer Reich, Minúscula, Barcelona, 2001, primera edición en alemán 1947). A salvo de los campos de concentración por estar casado con una mujer aria, este profesor universitario se dedicó desde el ascenso de Hitler a analizar con la ayuda de periódicos, discursos y “literatura” nazi la descomposición del lenguaje alemán. En un texto que destaca por su crudeza, lo más dramático son los pasajes que esbozan la obcecación de la inteligencia de sus colegas y alumnos. Aquellos individuos versados, con los que discutía textos clásicos, pronto engulleron los prejuicios, estereotipos y eufemismos nazis. El lenguaje dejó de ser un utensilio para entender y describir el entorno, y se erigió en un par de lentes monocromáticos que veían una sola “realidad”. Así atacó la enfermedad: el pensamiento corrompió al lenguaje y el lenguaje pervirtió el pensamiento.

En este contexto, superar el desencuentro electoral exige rescatar el lenguaje. Lograr que la realidad y el significado elijan las palabras. Leer la complicada situación política que vive el país y trazar la ruta para sortearla. No se trata de saltar al otro extremo con un acaramelado lenguaje de hermandad y fraternidad. No: lo que urge más bien es un lenguaje que permita retratar con sus matices al contrario. Entender nuestra circunstancia y al adversario.

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