lunes, 10 de septiembre de 2007

Más sobre la incertidumbre democrática

Democracia y Dios
Saúl López Noriega
Revista Vértigo
Septiembre 2007

Dios sufre un nuevo embate. Autores como Richard Dawkins, Daniel Dennett, Sam Harris y Mark Lilla, entre otros, publicaron recientemente libros que atacan la irracionalidad y el misticismo del pensamiento religioso. El dardo apunta a su falta de ejercicio autocrítico, su desprecio por las lecciones de la ciencia, así como a su lectura de la vida política en clave mesiánica. El título del libro de Christopher Hitchens es sintomático de la reedición de este viejo belicismo: God is not great: how religion poisons everything.

Sobra mencionar que la religión, ciertamente, se presenta como un monolito sin fisuras reflexivas, compuesto de dogmas inmunes al examen científico y que su fusión con la política resulta explosiva. Pero el asunto no es tan simple. No hay que olvidar que las sociedades seculares se asientan sobre una dramática tensión; un cruel dilema ubicado en el corazón del mundo occidental moderno: por un lado, la inevitable incertidumbre que resulta de someter a crítica los fundamentos mismos de la sociedad y, por el otro, la necesidad de certeza que provee cualquier forma de expresión religiosa.

Esto se debe a que el signo que define el arribo de la Ilustración y de la democracia es la posibilidad de someter a escrutinio cada uno de los ingredientes sociales: el poder, la religión, el conocimiento, la ley… La aceptación de la falibilidad humana y la apuesta por la libertad individual exigieron el recurso del relativismo de valores y el respeto al pluralismo de las opiniones. La libertad de cada uno para escoger este o aquél código moral, religioso o filosófico. Esto ocasionó que la sociedad democrática dejase de contestar la pregunta esencial de la condición humana: ¿por qué y para qué venimos al mundo, cuál es el sentido de nuestra existencia? O, lo que es lo mismo, permitió que hubiese muchas respuestas, diluyendo la arquitectura de una sociedad diseñada a partir de reconfortantes principios inexorables.

Esta pulverización de los absolutos, sin embargo –y aquí es donde surge la irresoluble contradicción- no hizo desaparecer las necesidades psíquicas que satisfacían: hambre de totalidad y sed de comunión. La necesidad del hombre de pertenecer a un todo que avance con rumbo claro y que resuelva el acertijo de su existencia; satisfaga su insaciable anhelo de explicaciones totales, mitos y profecías con garantías. Se trata, como bien ha señalado George Steiner, de una profunda e inquietante nostalgia del absoluto. Cuyos intentos por satisfacerse abarcan el surgimiento de seudo-religiones como la astrología, la cienciología y la macrobiótica, pero también construcciones muchas más elaboradas y peligrosas que, curiosamente, nacieron con diferentes propósitos. Tal es el caso del marxismo, el fascismo, e inclusive en ciertos momentos, el progreso y el racionalismo. Aquí nos encontramos con concepciones del mundo seculares que adoptan el molde religioso y se erigen en absolutos, con las importantes consecuencias que esto implica: la renuncia a la libertad y al entendimiento de la realidad pero, al mismo tiempo, el brote de certeza y tranquilidad propio de un orden preciso de las cosas.

El lector, vale subrayarlo, no está frente a un alegato a favor de la religión ni en contra de la sociedad secularizada. Nada más lejano a ello. Más bien se trata de contemplar la estampa completa. La democracia moderna, al edificar las condiciones para el desarrollo de la libertad y el conocimiento, aguijonea también la necesidad del hombre por un orden social regido por absolutos que le ayude a contestar preguntas esenciales que la modernidad simplemente ni intenta resolver. Y este no es un asunto menor. Como bien decía Octavio Paz, el problema “no es matar a Dios, sino no encontrar en la no existencia de Dios una nueva certidumbre.”[1]
[1] Paz, Octavio, O.C., Miscelánea III, Entrevistas, 2003, México, FCE, t. XV, p. 32.

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