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miércoles, 15 de octubre de 2008

Algo sobre las estampas del narcotráfico

Se ha insertado en la rutina informativa un ingrediente inevitable: los saldos de estupefacientes. Hoy, quien abra un periódico o vea un noticiero no puede escapar de su dosis de mutilados, degollados, cuerpos apilados. La sangre que escurre de las diversas batallas que giran alrededor del tráfico de sustancias ilícitas colorea las pantallas y planas de nuestros medios informativos. El problema simplemente adquirió tal dimensión, que es imposible que escape del ojo de los medios de comunicación.

Mas este mismo protagonismo iconográfico de la guerra contra (y del) narcotráfico en los medios del país, exige una reflexión profunda respecto la utilidad social de tales estampas. Es cierto que el desfile de éstas son en buena medida un reflejo del reto que actualmente enfrenta el Estado mexicano: recuperar su función medular como organización estatal, el monopolio de la fuerza pública. Sin embargo, la misma complejidad y lejana solución del acertijo plantea una serie de preguntas ineludibles: ¿Cuál es la utilidad informativa de este tipo de imágenes? ¿Es necesaria su inclusión para efectivamente cubrir la realidad de tráfico de estupefacientes? ¿Estos álbumes fotográficos encapsulan cada uno de los matices y facetas del problema? ¿Cuál es la fuerza simbólica que los medios buscan proyectar a la sociedad con estos retratos? Veamos.

Las fotografías que han circulado hasta ahora sobre el tráfico de enervantes pueden ciertamente cumplir con una relevante función social: develarle a la sociedad la magnitud de la dificultad. Esbozarle el panorama con que está lidiando el Estado; las consecuencias extremas de un fenómeno social que hace de la violencia un elemento consustancial. En este contexto, la utilidad de las imágenes consiste en presentar la realidad sin eufemismos: la guerra del narcotráfico destripa, desgarra, decapita, desmembra… Estos retratos buscan sacudir y concientizar al espectador. Pero, ¿por cuánto tiempo? Sabemos, con Susan Sontag, que uno de los riesgos de la reiteración de este tipo de estampas es que la conmoción no es perenne, tiene caducidad. La avalancha cuantitativa de asesinatos, junto con sus correspondientes fotografías, se traduce en una amenaza no menor: diluir lo que identifica a la gente como individuos e, inclusive, como seres humanos. Las muertes como meras imágenes. Y contempladas entre comerciales de shampoo.

Otro problema de retratar en tales términos el fenómeno del tráfico de enervantes alude al proceso mismo de capturar imágenes: fotografiar es enmarcar y enmarcar es excluir. Esto significa que las fotografías, por definición, son un recurso que compactan la realidad y omiten elementos que la dibujan con nitidez. ¿Acaso el fiel retrato de la guerra contra el narcotráfico se reduce a trozos de carne? ¿Dónde están las estampas de los empresarios que lavan dinero, de los financieros que diseñan sofisticados esquemas para mover dinero ilícito alrededor del mundo, de los funcionarios públicos partícipes del negocio, de los agricultores de las drogas, de la descomposición social que sufre la sociedad? Fotografiar el narcotráfico efectivamente implica encapsular sus charcos de sangre, pero ésta es apenas una de las imágenes que componen el complejo collage que representa.
Sobra subrayar que las respuestas a estas y otras interrogantes no son sencillas ni inequívocas, se trata de temas que no se pueden zanjar de manera definitiva, pero cuya discusión tampoco se debe soslayar. Y, por ello, aguijonear el debate es ya un buen inicio.
Imágenes del crimen organizado
Saúl López Noriega
Revista Vértigo
Octubre 2008

jueves, 28 de agosto de 2008

Algo sobre la hipocresía

Elogio de la hipocresía
Saúl López Noriega
Revista Vértigo
Julio 2005

La hipocresía es considerada como un comportamiento indeseable. Nadie lo ostenta de manera orgullosa; se guarda como un secreto vergonzoso. Y aquellos que son desenmascarados como hipócritas, resbalan en un instante al terreno de la inferioridad moral: se convierten en bichitos cuya antipática naturaleza está corrompida por su penuria de honestidad y autenticidad.

Esta es la imagen más común con la que se califica a la hipocresía. Demasiado cursi y empalagosa: al sólo ampliar un tanto el ángulo ocular es posible percatarse de la importante función que ofrece ésta en la organización de la sociedad como fuerza civilizadora de la conducta humana. En efecto, el disimulo del comportamiento coadyuva de manera determinante a la consolidación de formas sociales más moderadas, alejadas de los impulsos y la espontaneidad. La convivencia social precisa de la hipocresía debido a la flaqueza de la voluntad humana, que nos impide desenvolvernos con una conducta perfectamente racional. Así, en cuanto brotan nuestros caprichos, deseos e intereses es necesario contenerlos a través de cumplidos, atenciones, buenos modales, cortesía, prudencia y discreción, los cuales permiten construir y mantener vínculos sociales entre los individuos. En no pocas ocasiones dichas uniones son fingidas, pero no por ello menos integradoras. Finalmente, el edificio de la sociedad no exige la amistad y hermandad entre sus miembros, precisa más bien del compromiso de éstos con ciertas formas y convenciones que limen la connatural aspereza y ambigüedad humana. Bien lo dijo La Rochefoucauld: “La hipocresía es el homenaje que el vicio le rinde a la virtud.”

Mas los beneficios de esta fuerza civilizadora van más allá de las reuniones de café entre amigos y las juntas de trabajo. La hipocresía es una pieza insustituible en la dinámica política de las democracias modernas. Ante la mirada de la publicidad de sus actos, los actores políticos tienen que fingir (atemperar) sus intereses personales y egoístas. Esto es, justamente, lo que ha detectado el filósofo social, Jon Elster, al estudiar los procesos constituyentes de la Convención Federal de Filadelfia de 1787 y de la Asamblea Constituyente de París de 1789-91. Los paradigmáticos documentos políticos que resultaron de tales asambleas, asegura el politólogo noruego, no fueron producto de la participación de individuos enteramente honestos, altruistas y comprometidos con el bien común. Cada uno, en realidad, buscaba más poder, proteger sus propiedades, aplastar al débil. Mas las etapas abiertas al público que tuvieron ambos procesos obligaron a los actores políticos a ocultar sus intenciones. Modularlas y mitigarlas. El derecho a saber lo que hacen nuestros representantes no busca curarlos de su ambición y deshonestidad, sino cohibirlos: expresar hipócritamente los intereses regula de manera inevitable el comportamiento.

Así, el gran valor de la hipocresía reside en su capacidad para dar expresión a la compleja conducta humana; su habilidad para retratar fielmente las intrínsecas oscilaciones entre lealtad, honestidad, compromiso y egoísmo, envida, mezquindad. Y, de esta manera, civilizarnos a pesar de nuestras debilidades. Por ello, sea por malicia o ingenuidad, aquellos que descalifican a la hipocresía e hinchan su pecho al presumir una honestidad y autenticidad absoluta, abrazan la idea de un comportamiento humano plano y monocromático; una conducta inflexible, impoluta y absurdamente coherente. Aquellos que escupen todo lo que piensan, que su conducta se nutre de la valiente verdad, y cuyo interés egoísta se exhibe sin maquillaje sólo pueden terminar como mártires o tiranos. Y de ellos sí hay que cuidarse.

martes, 25 de septiembre de 2007

Más sobre la manipulación del lenguaje

La pudrición del lenguaje
Saúl López Noriega
Revisto Vértigo
Octubre 2006

Octavio Paz veía el fundamento de nuestras sociedades en el pacto verbal. El hilo que nos cohesiona, aseguraba el poeta mexicano, se encuentra en el conjunto de gestos y exclamaciones que nos permiten conectar realidad e imaginación. De ahí que preocuparse por su corrupción no entrañe frivolidad alguna. No se trata de una pueril labor cosmética, ni de un aburrido pasatiempo de académicos. Por el contrario: el lenguaje en estado putrefacto resbala en la ofuscación del pensamiento; en la torcedura y manipulación de las ideas. Y es ahí donde se dibuja con mayor nitidez su importancia.

En México el lenguaje político ha sido ante todo una defensa de lo indefendible. Los ritos y demagogia priístas como una eufemística fachada de un régimen con fuertes rasgos autoritarios y corruptos; los empalagosos balbuceos foxistas como el vulgar maquillaje de una profunda ineptitud e irresponsabilidad política. Pero, más grave aún, es esta diferente forma de descomposición del lenguaje político que se percibe desde hace algunos meses: ya no como un instrumento que oculta la realidad, sino que nulifica el pensamiento. Una relación donde los actores políticos se han rendido a las palabras, y son éstas las que eligen el significado de su entorno. Un lenguaje capaz de crear y pensar por los hablantes.

No exagero. El diagnóstico del presente que exige el país con apremio ha sido nublado por un lenguaje retórico, rijoso, atiborrado de tópicos que embrutecen la inteligencia: pacíficos y violentos; prehistoria y futuro; ricos y pobres; instituciones y pueblo; espurios y legítimos. Este es ahora el vocabulario de la vida social de nuestro país. La complejidad, diversidad y matices de la realidad encapsulada en muletillas prejuiciosas. Y cuya podredumbre ha brincado el cerco de la clase política. Cierto: en la tribuna, la plaza pública, pero también en las sobremesas de café borbotea un vocabulario marcado por el maniqueísmo y el reduccionismo. El lenguaje no como herramienta para formular opiniones y razonamientos, sino como proveedor de prejuicios.

Guardadas las proporciones, este proceso de perversión del lenguaje en su ejemplo extremo fue registrado brillantemente durante la Alemania nazi por el filólogo judío, Víctor Klemperer (La lengua del Tercer Reich, Minúscula, Barcelona, 2001, primera edición en alemán 1947). A salvo de los campos de concentración por estar casado con una mujer aria, este profesor universitario se dedicó desde el ascenso de Hitler a analizar con la ayuda de periódicos, discursos y “literatura” nazi la descomposición del lenguaje alemán. En un texto que destaca por su crudeza, lo más dramático son los pasajes que esbozan la obcecación de la inteligencia de sus colegas y alumnos. Aquellos individuos versados, con los que discutía textos clásicos, pronto engulleron los prejuicios, estereotipos y eufemismos nazis. El lenguaje dejó de ser un utensilio para entender y describir el entorno, y se erigió en un par de lentes monocromáticos que veían una sola “realidad”. Así atacó la enfermedad: el pensamiento corrompió al lenguaje y el lenguaje pervirtió el pensamiento.

En este contexto, superar el desencuentro electoral exige rescatar el lenguaje. Lograr que la realidad y el significado elijan las palabras. Leer la complicada situación política que vive el país y trazar la ruta para sortearla. No se trata de saltar al otro extremo con un acaramelado lenguaje de hermandad y fraternidad. No: lo que urge más bien es un lenguaje que permita retratar con sus matices al contrario. Entender nuestra circunstancia y al adversario.

lunes, 10 de septiembre de 2007

Más sobre la incertidumbre democrática

Democracia y Dios
Saúl López Noriega
Revista Vértigo
Septiembre 2007

Dios sufre un nuevo embate. Autores como Richard Dawkins, Daniel Dennett, Sam Harris y Mark Lilla, entre otros, publicaron recientemente libros que atacan la irracionalidad y el misticismo del pensamiento religioso. El dardo apunta a su falta de ejercicio autocrítico, su desprecio por las lecciones de la ciencia, así como a su lectura de la vida política en clave mesiánica. El título del libro de Christopher Hitchens es sintomático de la reedición de este viejo belicismo: God is not great: how religion poisons everything.

Sobra mencionar que la religión, ciertamente, se presenta como un monolito sin fisuras reflexivas, compuesto de dogmas inmunes al examen científico y que su fusión con la política resulta explosiva. Pero el asunto no es tan simple. No hay que olvidar que las sociedades seculares se asientan sobre una dramática tensión; un cruel dilema ubicado en el corazón del mundo occidental moderno: por un lado, la inevitable incertidumbre que resulta de someter a crítica los fundamentos mismos de la sociedad y, por el otro, la necesidad de certeza que provee cualquier forma de expresión religiosa.

Esto se debe a que el signo que define el arribo de la Ilustración y de la democracia es la posibilidad de someter a escrutinio cada uno de los ingredientes sociales: el poder, la religión, el conocimiento, la ley… La aceptación de la falibilidad humana y la apuesta por la libertad individual exigieron el recurso del relativismo de valores y el respeto al pluralismo de las opiniones. La libertad de cada uno para escoger este o aquél código moral, religioso o filosófico. Esto ocasionó que la sociedad democrática dejase de contestar la pregunta esencial de la condición humana: ¿por qué y para qué venimos al mundo, cuál es el sentido de nuestra existencia? O, lo que es lo mismo, permitió que hubiese muchas respuestas, diluyendo la arquitectura de una sociedad diseñada a partir de reconfortantes principios inexorables.

Esta pulverización de los absolutos, sin embargo –y aquí es donde surge la irresoluble contradicción- no hizo desaparecer las necesidades psíquicas que satisfacían: hambre de totalidad y sed de comunión. La necesidad del hombre de pertenecer a un todo que avance con rumbo claro y que resuelva el acertijo de su existencia; satisfaga su insaciable anhelo de explicaciones totales, mitos y profecías con garantías. Se trata, como bien ha señalado George Steiner, de una profunda e inquietante nostalgia del absoluto. Cuyos intentos por satisfacerse abarcan el surgimiento de seudo-religiones como la astrología, la cienciología y la macrobiótica, pero también construcciones muchas más elaboradas y peligrosas que, curiosamente, nacieron con diferentes propósitos. Tal es el caso del marxismo, el fascismo, e inclusive en ciertos momentos, el progreso y el racionalismo. Aquí nos encontramos con concepciones del mundo seculares que adoptan el molde religioso y se erigen en absolutos, con las importantes consecuencias que esto implica: la renuncia a la libertad y al entendimiento de la realidad pero, al mismo tiempo, el brote de certeza y tranquilidad propio de un orden preciso de las cosas.

El lector, vale subrayarlo, no está frente a un alegato a favor de la religión ni en contra de la sociedad secularizada. Nada más lejano a ello. Más bien se trata de contemplar la estampa completa. La democracia moderna, al edificar las condiciones para el desarrollo de la libertad y el conocimiento, aguijonea también la necesidad del hombre por un orden social regido por absolutos que le ayude a contestar preguntas esenciales que la modernidad simplemente ni intenta resolver. Y este no es un asunto menor. Como bien decía Octavio Paz, el problema “no es matar a Dios, sino no encontrar en la no existencia de Dios una nueva certidumbre.”[1]
[1] Paz, Octavio, O.C., Miscelánea III, Entrevistas, 2003, México, FCE, t. XV, p. 32.