jueves, 28 de agosto de 2008

Algo sobre la hipocresía

Elogio de la hipocresía
Saúl López Noriega
Revista Vértigo
Julio 2005

La hipocresía es considerada como un comportamiento indeseable. Nadie lo ostenta de manera orgullosa; se guarda como un secreto vergonzoso. Y aquellos que son desenmascarados como hipócritas, resbalan en un instante al terreno de la inferioridad moral: se convierten en bichitos cuya antipática naturaleza está corrompida por su penuria de honestidad y autenticidad.

Esta es la imagen más común con la que se califica a la hipocresía. Demasiado cursi y empalagosa: al sólo ampliar un tanto el ángulo ocular es posible percatarse de la importante función que ofrece ésta en la organización de la sociedad como fuerza civilizadora de la conducta humana. En efecto, el disimulo del comportamiento coadyuva de manera determinante a la consolidación de formas sociales más moderadas, alejadas de los impulsos y la espontaneidad. La convivencia social precisa de la hipocresía debido a la flaqueza de la voluntad humana, que nos impide desenvolvernos con una conducta perfectamente racional. Así, en cuanto brotan nuestros caprichos, deseos e intereses es necesario contenerlos a través de cumplidos, atenciones, buenos modales, cortesía, prudencia y discreción, los cuales permiten construir y mantener vínculos sociales entre los individuos. En no pocas ocasiones dichas uniones son fingidas, pero no por ello menos integradoras. Finalmente, el edificio de la sociedad no exige la amistad y hermandad entre sus miembros, precisa más bien del compromiso de éstos con ciertas formas y convenciones que limen la connatural aspereza y ambigüedad humana. Bien lo dijo La Rochefoucauld: “La hipocresía es el homenaje que el vicio le rinde a la virtud.”

Mas los beneficios de esta fuerza civilizadora van más allá de las reuniones de café entre amigos y las juntas de trabajo. La hipocresía es una pieza insustituible en la dinámica política de las democracias modernas. Ante la mirada de la publicidad de sus actos, los actores políticos tienen que fingir (atemperar) sus intereses personales y egoístas. Esto es, justamente, lo que ha detectado el filósofo social, Jon Elster, al estudiar los procesos constituyentes de la Convención Federal de Filadelfia de 1787 y de la Asamblea Constituyente de París de 1789-91. Los paradigmáticos documentos políticos que resultaron de tales asambleas, asegura el politólogo noruego, no fueron producto de la participación de individuos enteramente honestos, altruistas y comprometidos con el bien común. Cada uno, en realidad, buscaba más poder, proteger sus propiedades, aplastar al débil. Mas las etapas abiertas al público que tuvieron ambos procesos obligaron a los actores políticos a ocultar sus intenciones. Modularlas y mitigarlas. El derecho a saber lo que hacen nuestros representantes no busca curarlos de su ambición y deshonestidad, sino cohibirlos: expresar hipócritamente los intereses regula de manera inevitable el comportamiento.

Así, el gran valor de la hipocresía reside en su capacidad para dar expresión a la compleja conducta humana; su habilidad para retratar fielmente las intrínsecas oscilaciones entre lealtad, honestidad, compromiso y egoísmo, envida, mezquindad. Y, de esta manera, civilizarnos a pesar de nuestras debilidades. Por ello, sea por malicia o ingenuidad, aquellos que descalifican a la hipocresía e hinchan su pecho al presumir una honestidad y autenticidad absoluta, abrazan la idea de un comportamiento humano plano y monocromático; una conducta inflexible, impoluta y absurdamente coherente. Aquellos que escupen todo lo que piensan, que su conducta se nutre de la valiente verdad, y cuyo interés egoísta se exhibe sin maquillaje sólo pueden terminar como mártires o tiranos. Y de ellos sí hay que cuidarse.

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