viernes, 15 de agosto de 2008

China, Internet y censura


La revista Letras Libres dedica en su número de este mes varios artículos a la China moderna. Isabel Turrent nos ofrece un interesante retrato de las diferentes facetas represivas de la nueva potencia económica. En el caso del Internet, China ha logrado hasta el momento lo impensable: mantener un control absoluto de los contenidos que circulan por la red. Gracias, en buena medida, al apoyo de compañías como Yahoo, Google y Microsoft, las cuales a cambio de poder entrar al vastísimo mercado chino aceptan cualquier condición que el gobierno les impone -aun cuando varias de éstas claramente coadyuvan a la censura. Aquí pesco un fragmento del artículo:


La flexibilidad de la cara represiva del régimen chino en las populosas urbes del país es especialmente evidente en la manera como ha enfrentado el reto de Internet. El 13 de noviembre de 2007 un largo reportaje del Financial Times relataba que, cuando las computadoras personales empezaron a convertirse en parte de la vida de millones de chinos, Bill Clinton desechó el afán del PCCh de controlar la comunicación por Internet deseándole buena suerte a Hu Jintao: limitar el flujo de información por la red era, concluyó Clinton, “como tratar de clavar una gelatina en la pared”.


Ahora, lo que cuelga clavado de la pared es no sólo la gelatina del amplísimo y eficiente control chino de la información cibernética, sino también el optimismo ilimitado de Occidente en el poder liberador de Internet. La existencia de esa hidra de mil cabezas que impide el acceso de los cibernautas chinos a cualquier sitio que pueda poner en duda la versión orwelliana de la historia del PCCh es, antes que nada, un dilema moral para Estados Unidos. Pekín ha usado y abusado de los instrumentos diseñados por compañías norteamericanas para “proteger” a los usuarios de Internet: una muralla china posmoderna –la “Great Firewall”, o GFW, según los fanáticos de Internet– selecciona la información proveniente del exterior a la que pueden “acceder” decenas de millones de cibernautas chinos. Obedientes a las regulaciones chinas, los proveedores occidentales de servicios en Internet guardan la memoria de las actividades internáuticas de sus usuarios. Algunos, como Yahoo, han estado dispuestos a proveer a Pekín con los datos de disidentes –incluyendo contraseñas e información detallada de cada una de sus entradas a la red– a cambio de acceso al inmenso mercado chino. Otros, como la empresa norteamericana Cisco, han puesto a disposición del gobierno chino sus poderosos instrumentos de control cibernético. Gracias a ellos, y a un ejército de supervisores que dedica horas a navegar por sitios y blogs hasta encontrar a disidentes subversivos, el régimen ha logrado hasta ahora convertir a Internet en un medio de entretenimiento inofensivo.


Una clave del éxito de la política cibernética del régimen ha sido controlar sin sofocar: los chinos tienen acceso a juegos y a redes de comunicación interiores y externas. Pueden entrar a comunidades en la red, intercambiar datos personales y chatear con otros usuarios: redes muy populares porque rompen la soledad de las generaciones de hijos únicos, legado de Mao.


Otra clave ha sido la ambigüedad: la represión tiene contenidos cambiantes y, a la vez, límites muy claros. Cualquier mención a “las tres Tes” –Taiwán, Tibet o Tiananmén– puede paralizar una computadora o llenar la pantalla con un mensaje cortés que, sin dejo de ironía, informa al usuario: “Sentimos mucho haber removido el artículo ‘Tiananmén 1989’ sin su previa autorización”; procedimiento que los cibernautas chinos han bautizado –en homenaje a la sociedad “armónica” de Hu Jintao– como “armonizar el sitio”.


Más allá de lo obvio, la larga lista de términos prohibidos es un misterio en flujo permanente para el usuario. Lo mismo sucede con las penalidades. Hasta un avatar (la encarnación cibernética de los aficionados a juegos como World of Warcraft) que mencione palabras como huelga, revolución o resistencia puede recibir una advertencia del “maestro del juego” o encontrarse, de repente, prisionero por unas horas en un calabozo virtual. Los usuarios que insistan en hablar del Dalái Lama o del Falun Gong pueden recibir la visita nada virtual de agentes de seguridad y acabar en la cárcel, como Shi Tao, que purga una sentencia de diez años por transmitir información sobre el 4 de junio del 89 a un sitio web extranjero.


A la vez, las autoridades tienen una tolerancia ilimitada cuando sus intereses coinciden con los de los usuarios de la red. No hay límite para enviar y reenviar correos ultranacionalistas y xenófobos si se trata de castigar la amnesia e insensibilidad política de los japoneses en relación con sus acciones en China durante la Segunda Guerra; a los estadounidenses, por bombardear “deliberadamente” la embajada china en Belgrado; o a los medios de comunicación occidentales, por transmitir información “sesgada” sobre las recientes protestas en el Tibet, alentar un complot en contra de los Juegos Olímpicos y defender al Dalái Lama.


En suma, el avance de la tecnología informática no regalará a los chinos, por sí mismo, la libertad de expresión indispensable para la construcción de una democracia sin adjetivos. El control de los medios y el bombardeo de la versión oficial de la historia seguirán dependiendo, al menos en el futuro inmediato, de la voluntad del Partido Comunista Chino. Los disidentes y descontentos que luchen por transformar el sistema tendrán que colarse por sus contadas fisuras. Eso es precisamente lo que han hecho, desde diciembre, grupos organizados de campesinos y activistas.

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